miércoles, 28 de julio de 2010

LA HISTORIA DE ROMAIQUÍA (ESCLAVA Y REINA)


El Conde Lucanor Don Juan Manuel ; edición y versión actualizada de Juan Vicedo

Cuento XXX

Lo que sucedió al Rey Abenabet de Sevilla con Romaiquía, su mujer

Un día hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:

-Patronio, mirad lo que me sucede con un hombre: muchas veces me pide que lo ayude y lo socorra con algún dinero; aunque, cada vez que así lo hago, me da muestras de agradecimiento, cuando me vuelve a pedir, si no queda contento con cuanto le doy, se enfada, se muestra descontentadizo y parece haber olvidado cuantos favores le he hecho anteriormente. Como sé de vuestro buen juicio, os ruego que me aconsejéis el modo de portarme con él.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, me parece que os ocurre con este hombre lo que le sucedió al rey Abenabet de Sevilla con Romaiquía, su mujer.

El conde le preguntó qué les había pasado.

-Señor conde -dijo Patronio-, el rey Abenabet estaba casado con Romaiquía y la amaba más que a nadie en el mundo. Ella era muy buena y los moros aún la recuerdan por sus dichos y hechos ejemplares; pero tenía un defecto, y es que a veces era antojadiza y caprichosa.

»Sucedió que un día, estando en Córdoba en el mes de febrero, cayó una nevada y, cuando Romaiquía vio la nieve, se puso a llorar. El rey le preguntó por qué lloraba, y ella le contestó que porque nunca la dejaba ir a sitios donde nevara. El rey, para complacerla, pues Córdoba es una tierra cálida y allí no suele nevar, mandó plantar almendros en toda la sierra de Córdoba, para que, al florecer en febrero, pareciesen cubiertos de nieve y la reina viera cumplido su deseo.

»Y otra vez, estando Romaiquía en sus habitaciones, que daban al río, vio a una mujer, que, descalza en la glera, removía el lodo para hacer adobes. Y cuando la reina la vio, comenzó a llorar. El rey le preguntó el motivo de su llanto, y ella le contestó que nunca podía hacer lo que quería, ni siquiera lo que aquella humilde mujer. El rey, para complacerla, mandó llenar de -126- agua de rosas un gran lago que hay en Córdoba; luego ordenó que lo vaciaran de tierra y llenaran de azúcar, canela, espliego, clavo, almizcle, ámbar y algalia, y de cuantas especias desprenden buenos olores. Por último, mandó arrancar la paja, con la que hacen los adobes, y plantar allí caña de azúcar. Cuando el lago estuvo lleno de estas cosas y el lodo era lo que podéis imaginar, dijo el rey a su esposa que se descalzase y que pisara aquel lodo e hiciese con él cuantos adobes gustara.

»Otra vez, porque se le antojó una cosa, comenzó a llorar Romaiquía. El rey le preguntó por qué lloraba y ella le contestó que cómo no iba a llorar si él nunca hacía nada por darle gusto. El buen rey, viendo que ella no apreciaba tantas cosas como había hecho por complacerla y no sabiendo qué más pudiera hacer, le dijo en árabe estas palabras: «Wa la mahar aten?»; que quiere decir: «¿Ni siquiera el día de lodo?»; para darle a entender que, si se había olvidado de tantos caprichos en los que él la había complacido, debía recordar siempre el lodo que él había mandado preparar para contentarla.

»Y así a vos, señor conde, si ese hombre olvida y no agradece cuanto por él habéis hecho, simplemente porque no lo hicisteis como él quisiera, os aconsejo que no hagáis nada por él que os perjudique. Y también os aconsejo que, si alguien hiciese por vos algo que os favorezca, pero después no hace todo lo que vos quisierais, no por eso olvidéis el bien que os ha hecho.

Al conde le pareció este un buen consejo, lo siguió y le fue muy bien.

Y viendo don Juan que esta era una buena historia, la mandó poner en este libro e hizo los versos, que dicen así:


Por quien no agradece tus favores,


no abandones nunca tus labores.

Fuente: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes








sábado, 24 de julio de 2010

DIANA BELLESSI, entrevistada por Rodolfo Bracelli para ADN Nación


Imperdible, publicado hoy, 24/07/2010

"Los diminutivos son como la dulzura andina que va bajando y llega hasta el Atlántico".


"A mí el poema me viene entero. A veces estoy caminando a la tardecita, buena hora de resonancia, buena caja de guitarra, digamos, y viene el verso, portando algo, qué sé yo qué... Y yo lo escucho y me lo repito, anoto en papelitos. Es la materialidad del verso; el primero, el segundo, el tercero ¡signan todo el poema! Y por supuesto empiezan a irradiarse los sentidos, ¿no? Yo no trabajo tanto con una imagen, trabajo con la frase".


Diana Bellessi, poeta

Dice que le gustaría que sus poemas fueran completamente claros, pero que lo que de verdad anhela es llegar al corazón de sus lectores. De sus propios recuerdos, gustos y sentimientos, habla a fondo aquí la escritora santafesina, muchas veces premiada y dueña de una obra tan interesante como fecunda

lanacion.com | ADN Cultura | S�bado 24 de julio de 2010

POETAS DEL TERCER MUNDO (26/07/2010)

miércoles, 21 de julio de 2010

LA POESÍA EN LOS BARES (REINICIO DEL CICLO)



Reinicio del ciclo
LA POESIA EN LOS BARES,
LUNES 26 Julio, 20.30 horas
Invitada, la poeta italiana
Silvia Favaretto
(leerá en castellano como lo hizo en el 2004 en el Festival de Poesia).
Primeros lectores:
Andrea Ocampo, Lisandro González y Nora Hall

el poeta
Silvio González
presentará el ciclo y los participantes.
Lugar:
La Subsede, San Lorenzo y Entre Ríos
.
Su presencia será particularmente grata.

domingo, 18 de julio de 2010

Raymond Carver (el proceso de escritura y reescritura)

Del reportaje publicado en Paris Review en 1983 (Mona Simpson y Lewis Buzbee) Traducción, Mirta Rosemberg, Diario de poesía, otoño de 1989:


¿Cómo son sus hábitos de escritura?


…Escribo por accesos. Pero cuando estoy escribiendo paso gran cantidad de horas frente a mi escritorio, diez, o doce o quince horas, día tras día. Amo eso, cuando ocurre. Gran parte de ese tiempo, seguro, está dedicado a revisar y reescribir. No hay nada que me guste más que tomar un relato que he tenido en casa por un tiempo y volver a trabajarlo. Lo mismo ocurre con los poemas. No tengo ninguna urgencia para mandar algo afuera enseguida de haberlo escrito, a veces lo conservo en la casa durante meses haciéndole esto o aquello, agregando o quitando. No me lleva tanto tiempo hacer la primera versión de un relato, usualmente eso sale en una sola sesión, pero me lleva bastante hacer las diversas versiones. A veces hago veinte o treinta versiones de un relato. Nunca menos de diez o doce. Es instructivo y estimulante leer los primeros borradores de los grandes escritores. Pienso en las fotografías de las galeras de Tolstoi, para nombrar a un escritor a quien le gustaba revisar. Quiero decir, no sé si le gustaba o no, pero hacía muchas revisiones. Estaba siempre corrigiendo, hasta que llegaba el momento de las pruebas de página. Escribió ocho veces La guerra y la paz y todavía hizo correcciones en las galeras. Cosas así deben estimular a todos los escritores cuyas primeras versiones son espantosas, como en mi caso.


Describa lo que ocurre cuando escribe un relato...


Escribo rápidamente el primer borrador, como dije. En general, manuscrito. Simplemente, lleno las páginas tan rápido como puedo. En algunos casos, uso una especie de taquigrafía personal, notas de lo que haré más tarde, cuando vuelva al relato. A veces tengo que dejar algunas escenas inconclusas, incluso no escritas; son esas las escenas que requerirán más tarde un meticuloso cuidado. Quiero decir, todo requiere un meticuloso cuidado, pero dejo algunas escenas para la segunda o tercera versión, porque hacerlas bien me llevaría demasiado tiempo en el primer borrador. Ahí se trata de consignar el bosquejo, el sostén del relato. Después, en las revisiones siguientes, me ocupo el resto. Cuando termino la versión manuscrita mecanografío una segunda versión y de ahí parto.[…] Cuando estoy escribiendo a máquina la primera versión, empiezo a reescribir y a agregar y quitar un poco. El verdadero trabajo viene después, cuando ya he hecho tres o cuatro versiones. Lo mismo ocurre con los poemas, aunque los poemas pueden tener cuarenta o cincuenta versiones.

martes, 13 de julio de 2010

Chimamanda Adichie (El peligro de una sola historia)

Chimamanda Ngozi Adichie
(Abba, Enugu, 15 de septiembre, de 1977) es una novelista nigeriana.

Nació en la aldea de Abba, quinta hija del matrimonio de etnia igbo formado por Grace Ifeoma y James Nwoye Adichie. Pasó su infancia en la ciudad de Nsukka, sede de la Universidad de Nigeria, en una casa que anteriormente había sido habitada por el célebre escritor nigeriano Chinua Achebe. Su padre era profesor de estadística, y su madre trabajaba también en la universidad, como secretaria. A la edad de diecinueve años se trasladó a Estados Unidos con una beca por dos años para estudiar comunicación y ciencias políticas en la Universidad de Drexel, en Filadelfia. Posteriormente continuó sus estudios en la Universidad Estatal del Este de Connecticut, en la que se graduó en 2001. Más adelante ha llevado a cabo estudios de escritura creativa en la Universidad John Hopkins de Baltimore, y un máster de estudios africanos en la Universidad de Yale.
En 2003, mientras se encontraba estudiando en Connecticut, publicó su primera novela, La flor púrpura (Purple Hibiscus), que fue muy bien recibida por la crítica y recibió el Commonwealth Writers' Prize for Best First Book (2005).
La acción de su segunda novela, Medio sol amarillo (Half of a Yellow Sun, 2006), así titulada en referencia al diseño de la bandera de la efímera nación de Biafra, se desarrolla durante la Guerra Civil nigeriana. En 2007 esta o
bra, alabada, entre otros, por el escritor nigeriano Chinua Achebe, fue galardonada con el Orange Prize for Fiction. En 2009 publicó una colección de relatos breves, titulada The Thing Around Your Neck.

Conferencia sobre los estereotipos y el poder en la literatura

sábado, 3 de julio de 2010

DESENMARAÑAR LA VIDA (I)


Languidece el año 1915.

Juan espera que el sol desaparezca en el horizonte, es ahí cuando comienza a brotar ese otro sol que es fuego en su cuerpo, sabe que el vino fuerte puede apagar lo que siente, inundarse de líquido, corroerse por dentro, salirse de la vida.

Ata a Lucero al carro, su caballo cansado recorre el camino sin trotar, ese camino que está clavado en la memoria, años de ir y volver al mismo sitio.

Al fin llegan, Juan entra al bodegón como si fuera su dueño. La necesidad de apagarse hizo que pidiera la botella y apenas descorchada inundó por tres veces el vaso y recién en ese momento se sintió más libre. Giró su cabeza para ver si la mesa de él estaba ocupada. Había un hombre joven comiendo, comiendo todo, con apuro, como si el tiempo se le terminara. Juan tomó una silla y se sentó frente a él. Le dijo entonces:

-Esta mesa la ocupo yo, todos los días a esta hora.

El muchacho le presta atención y deja de comer, lo mira con interés.

-Está bien - le dice- y se va sin pagar.

Cuando el mozo se da cuenta de lo ocurrido, corre a increpar a Juan.

Él no comprende cómo el mozo no recuerda que esa mesa le pertenece, es de él, en ese momento es suya. Pide salame, pan y la bebida de siempre. Bebiendo huye de la realidad. Se acomoda en el cerebro un olvido espeso y se abandona a medida que el alcohol entra en el cuerpo. Sólo al sentir ese agotamiento silencioso que lo libera de todo, le ordena al mozo para que lo lleve hasta el carro.

La noche se va cerrando bajo un cielo estrellado. Lucero emprende el regreso al campo. Juan duerme sobre el carro un sueño retorcido mezcla de vino, ginebra y ron.

En la casa lo espera Inés, la única hija mujer, la más chica, con sus diecinueve años y un mundo para descubrir. Cuando ve que el carro ingresa al campo, va al encuentro y halla al padre ebrio y dormido como siempre. Trata de moverlo para ver si vuelve en sí y llevarlo hasta la cama. Es demasiado pesado. Lo tendrá que dejar allí. Buscará algo para taparlo y desata a Lucero que se encamina al establo.

El olor a alcohol empapa la noche. Inés se avergüenza.

Se sintió desvalida cuando murió la madre, así, de repente todo. No tenía ni diez años y después fueron los hermanos, de a uno eligieron irse de la casa, ella sufre la orfandad como un cielo que se va oscureciendo poco a poco y de tan renegrido ya no puede divisar las estrellas.

Quiere contarle al padre el secreto que tienen con Gregorio, un secreto de vida compartida entre los dos y que ahora le propone matrimonio. Sin embargo tendrá que esperar a que esté sobrio. Y se acuesta con su secreto no dicho. El insomnio se le pega, le parece sentir el olor y la piel de Gregorio junto a su cuerpo, que la abraza en la oscuridad y sueña con que el tiempo para estar juntos siempre les parecerá efímero. De repente se llena de miedo. ¿Y si su padre no la dejara casarse? No, no podía pensar en esas cosas, seguramente que eso no iba a ocurrir, apretó los dientes, las mejillas se endurecieron y una duda apareció en su frente.


La mañana se dibuja con un sol lleno de luces, solo hay sombra bajo los árboles de fronda verde.

Inés estira su sueño porque sueña lo que desea. No quiere abrir los ojos, los aprieta con ternura, para que sigan así, la realidad es siempre inhóspita. Al fin se levanta, prepara los desayunos. Desde que se quedaron solos, sin otra familia que ellos dos, se juntan en la mañana. Cuando todo está listo sale a llamarlo. La brisa fresca le rumorea en el oído que todo va a estar bien. Se siente feliz por lo que han decidido con Gregorio.


Juan entra hablando con uno de los peones, casi ni la saluda, Inés se queda callada. Él termina de tomar su café y se va sin notarla.

Inés se siente más huérfana que nunca. Se pregunta ¿alguien le habrá contado sus proyectos? Se agita, sufre la resignación silenciosa a que la somete el padre. La alegría se apaga y la garganta tropieza con un grito mientras ella trata de silenciarlo. Los ojos se ponen vidriosos y presiente algo malo. Sus fuerzas palidecen.

Pasan varios días y el padre no le habla. No sabe cómo comportarse ni qué decir. Es como un árbol que se desgaja, las ramas vencidas tiritan al caer mudas sobre la tierra ¿podrá sobrevivir después?

Por Marta Rodríguez

(Continuará)